¿Por qué será que cuando logramos tener una labor
o un rol dentro de la iglesia o del Reino –quizás sin buscarlo- lo sentimos tan nuestro? Y cuando nos sentimos
amenazados en algún grado con ‘perder’ ese lugar o posición, ¿actuamos como en
defensa de Él? ¿Qué es lo que en nosotros provoca que seamos realmente incapaces de mirar por el Reino y no
por nosotros mismos?
1Co 3:6 Yo planté la semilla en sus corazones, y Apolos la
regó, pero fue Dios quien la hizo crecer.
1Co 3:7 No importa quién planta o quién riega, lo importante
es que Dios hace crecer la semilla.
1Co 3:8 El
que planta y el que riega trabajan en conjunto con el mismo propósito. Y cada
uno será recompensado por su propio arduo trabajo. (NTV)
Sin duda me he enfrentado a esto un sinfín de
veces: de forma personal o lo he escuchado de otros. Y no sucedió hasta HOY que
me di cuenta de que no necesariamente por iniciar algo dentro del Reino,
implica que nosotros seamos los encargados de terminar la misión. Es más, se
supone que entendemos (y es algo que hemos escuchado un montón de otras veces)
que nuestro propósito es hacer más que nuestras generaciones pasadas y darle
una plataforma a la siguiente generación para que pueda ir efectivamente de nuestros
lomos hacia arriba y ser/hacer más que nosotros. Pero… ¿qué sucede cuando en ‘nuestra’ posición somos incomodados y
debemos ceder el lugar? Y no hablo de darle lugar a las tinieblas (obvio), sino
de cuando Dios te saca de tu comodidad para llevarte a otro nivel; te saca de
tu actualidad para probarte y así llevarte Él mismo a la siguiente puerta que
deberás atravesar. ¡Cuánto nos cuesta menguar! Nos creemos tan capaces y dueños
de nuestro espacio que se nos olvida que todo es por Él y para Él. El apóstol
Pablo les explica en una de sus cartas a los Corintios que les habla de cierta
forma, porque producto de su inmadurez no puede referirse a ellos con palabras
mayores:
1Co 3:1 Yo, hermanos,
no pude dirigirme a ustedes como a espirituales sino como a inmaduros, apenas
niños en Cristo. (NVI)
Y si lo comparamos
con nuestra realidad, no difiere mucho de ella. ¿No es acaso la familia el fundamento de Cristo para
la Iglesia? Entonces, si realmente conociéramos el poder y la importancia que
esto tiene, simplemente no dudaríamos en trabajar unos con otros apoyándonos y
velando por el cumplimiento del propósito de Dios en nuestras vidas, las de
nuestros hermanos, nuestra nación. Hemos manejado las diversas situaciones tal
como lo expone Pablo en esta carta: como niños que patalean y pelean por un
juguete hasta que lo sienten completamente suyo, y si por algún motivo llega
otro a ocuparlo, arman peleas y conflictos; y lo mismo ocurre con el amor de
los padres: siempre existirá quien busque llamar más su atención o agradarles y
a su vez, existirá otro que siempre se sienta menos querido o tomado en
consideración.
Dentro de muchos
de nosotros está la visión y el deseo de que nuestras familias y naciones
completas se rindan a los pies de Cristo. Y cuando más vemos la realidad de la
iglesia, más nos damos cuenta que mucho falta para lograr la unidad en grupos
pequeños, ¡y mayor aún en los grandes! Nos olvidamos fácilmente que quien
comienza la buena obra en nosotros, y la termina; quien tiene todo bajo control
porque Su voluntad es buena agradable y perfecta; y quien nos llama para ser
cooperadores de Él es quien da el
crecimiento. No depende de nosotros, sino de Él.
1Co 3:9 Pues ambos somos trabajadores de Dios; y ustedes son
el campo de cultivo de Dios, son el edificio de Dios.
1Co 3:10 Por la gracia que Dios me dio, yo eché los cimientos
como un experto en construcción. Ahora otros edifican encima. Pero cualquiera
que edifique sobre este fundamento tiene que tener mucho cuidado.
1Co 3:11
Pues nadie puede poner un fundamento distinto del que ya tenemos, que es
Jesucristo.
1Co
3:16 ¿No
se dan cuenta de que todos ustedes juntos son el templo de Dios y que el
Espíritu de Dios vive en* ustedes? (NTV)